Ignacio de Loyola by Enrique García Hernán

Ignacio de Loyola by Enrique García Hernán

autor:Enrique García Hernán [García Hernán, Enrique]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Biografía
editor: ePubLibre
publicado: 2013-01-01T00:00:00+00:00


LA «PERSECUCIÓN»

En mayo de 1538, mientras los compañeros terminaban de deliberar, se descargó una tormenta contra Ignacio, la peor de todas hasta ese momento. En su biografía, Ribadeneira dice que fue terrible. En tan solo tres años los compañeros denominaron a este período el «tiempo de nuestras persecuciones», con cierto victimismo que perduró por siglos; así pasó de boca en boca por Fabro, Laínez, Polanco, Ribadeneira, Nadal, y de ellos hasta los biógrafos modernos[304].

Siete meses después de llegar Ignacio a Roma, en el mismo mes en que obtuvo las licencias para predicar —podemos pensar que por eso—, unos cuantos se concertaron para atacarle directamente. En cierto modo él se lo esperaba, como demuestra la gran incertidumbre que sintió al aproximarse a Roma. El problema surgió por lo de siempre: su apariencia de alumbrado y el hecho de que los Ejercicios no eran realmente ortodoxos. Ignacio resumía las críticas así: los consideraban «indocti, rudes, loquendi nescii […], pravi, deceptores et instabiles», dueños de una doctrina «non sana» y de un modo de proceder «malo[305]». Pero en esta ocasión se añadía una razón que tenía mucha lógica. Le acusaron de hacer una nueva orden sin aprobación pontificia: Ignacio instruía a los niños y jóvenes y buscaba posibles vocaciones sin tener permiso para ello. Contra esto nada podía objetar, pues sus acusadores tenían razón, y él mismo acabó reconociéndolo a su amiga Isabel Roser[306].

El origen del conflicto se remonta a cuando el cardenal Juan Pedro Carafa supo que habían entrado en la ciudad. Ordenó a uno de su casa, el notario Doimi Nascio, que acudiera a la Universidad de la Sapienza para escuchar las lecciones de Fabro y Laínez, así como las predicaciones de los demás en las distintas iglesias; en concreto, deseaba saber si decían algo «quod saperet contra fidem». Nascio les vigiló de cerca y, con el tiempo, llegó a trabar amistad con Ignacio, pero, pese a ello, la «persecución», como se ha llamado en la historiografía oficial, se desató de manera inexorable. Simpática ironía es que Nascio terminara siendo jesuita justo cuando Carafa fue elegido Papa.

Predicaban abiertamente en distintos sitios. El problema no era solo que Ignacio daba los Ejercicios en privado, sino que había tejido una red de amistades a las claras sospechosa —principalmente de alumbradismo, aunque estuviese compuesta de personas bien formadas, con Pedro Ortiz a la cabeza— que hacía de paraguas. Ignacio ya no actuaba solo. Todo lo que hacían sus compañeros repercutía sobre él. De ahí que las defecciones le hieran mella, pues en general se consideraba a los que seguían su modo de proceder «inestables» y «mentirosos» y a su doctrina «no sana» e incluso «hipócrita». Ya no se trataba de los alumbrados que conoció en los inicios de los años veinte, sino de hombres próximos a los espirituales italianos sospechosos de herejía.

No es lógico pensar que fueran «perseguidos» por pisar una línea claramente ortodoxa (como ha pretendido la historiografía jesuítica de los inicios), sino porque sus denunciadores veían algo heterodoxo, próximo a corrientes espirituales



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